81 P.R. Dec. 904 | Supreme Court of Puerto Rico | 1960
emitió la opinión del Tribunal.
Ante el Tribunal Superior, Sala de Bayamón, el minis-terio fiscal formuló tres acusaciones contra Manuel Sifredo 'González por infracción a la see. 6 de la Ley de Bolita —núm. 220 de 15 de mayo de 1948, 33 L.P.R.A. see. 1252. Cada una imputaba la comisión de un delito calificado como menos grave (misdemeanor) por el fiscal. En efecto, se alegó que el acusado en tres ocasiones distintas “ ... en un taller de imprenta de su propiedad, imprimió libretas desti-nadas para el juego ilegal del bolipool ...” y que dicho material “ . . . podía utilizarse y estaba conectado y rela-cionado con el juego ilegal del bolipool”. Al comenzar el juicio el 15 de mayo de 1959, el acusado solicitó el sobre-seimiento del proceso. Invocó para ello la interpretación que reiteradamente la Sala de Bayamón había dado al art. 448 del Código de Enjuiciamiento Criminal, a saber: que el término de sesenta días que allí se dispone para presentar la acusación “cuando una persona haya sido detenida para responder (held to answer) por la comisión de un delito”, se cuenta a partir del momento en que un agente de orden público autorizado para realizar arrestos ha visto a la persona inculpada cometer el acto delictivo por el cual se le acusa. Discutida la cuestión por ambas partes, el tribunal -de instancia mantuvo su criterio sobre el concepto de “held to answer” y dictó sentencia ordenando el sobreseimiento y archivo de las tres acusaciones.
Contra esa sentencia el Secretario de Justicia no inter-puso de inmediato recurso de certiorari ante este Tribunal Supremo. Ya anteriormente habíamos expedido 62 manda-mientos para revisar por certiorari otros casos idénticos pro-
Con esto desembocamos en lo más importante: para corre-gir o rectificar ese error, en vez de acudir mediante certio-rari ante este Tribunal Supremo, el ministerio público-solicitó el 6 de agosto de 1959 que el tribunal de instancia, reconsiderara su sentencia de sobreseimiento y ordenara la reinstalación de los casos contra Manuel Sifredo González:. Asimismo solicitó un señalamiento para juicio dentro de! término más breve posible. Cinco días más tarde, el 11 de agosto de 1959, sin celebrar audiencia para oír al inculpado,, la Sala de Bayamón accedió íntegramente a la solicitud' for-mulada por el fiscal. Al ser citado de nuevo para juicio el' 24 de agosto de 1959, el procesado pidió que se dejara sin efecto la orden o providencia mandando a continuar las cau-sas. Se procedió entonces a informar oralmente sobre las;
Es preciso señalar que idéntico pronunciamiento se hizoen otras 174 causas criminales pendientes ante dicha Sala del Tribunal Superior. En todas ellas el ministerio fiscal había seguido el mismo trámite que en el caso de autos para dejar sin efecto sobreseimientos decretados antes de julio 8' de 1959. Y el magistrado de instancia, luego de reabrirlasy ordenar su señalamiento para juicio, volvió a archivarlas-por los mismos fundamentos que expuso en el caso de Gon-zález. Bajo tales circunstancias que son en realidad extra-ordinarias, el Secretario de Justicia presentó treinta y siete días después (el 5 de noviembre de 1959) una solicitud de-certiorari encaminada a revisar la sentencia de sobresei-miento y archivo que se dictó en el caso de autos el 15 de-mayo de 1959. Expedimos el mandamiento y el recurso-quedó finalmente sometido a este Tribunal el 31 de marzo-de 1960.
La controversia ante nos está escuetamente limitada a determinar si, no obstante haber transcurrido cinco meses y veinte días desde el sobreseimiento inicial del proceso hasta la fecha en que se presentó la solicitud de certiorari, cabe' todavía revisar la sentencia recaída y anular el archivo decretado. En otras palabras, la única cuestión planteada es de índole procesal: ¿procede denegar el recurso por haber
Si examinamos nuestras leyes claramente veremos ■que nunca se ha previsto en ellas un término procesal para la radicación del certiorari clásico. La ley de marzo 10 de
En realidad, frente al estado actual de la ley, resulta imposible aplicar aquí “por vía de analogía” como sugiere-el interventor los términos de 5 y 15 días que prescribe el art. 349 del Código Penal para entablar apelaciones contra providencias y sentencias dictadas en causas criminales,, cuando se concede el derecho de apelación al acusado o al fiscal. 34 L.P.R.A. see. 1076. Tampoco es de aplicación el término de 30 días que para la apelación o revisión de una sentencia dictada en un caso civil fija la Regla 53 de las de-Procedimiento Civil de 1958. 32 L.P.R.A., Ap. R. 53. No-podemos inventar un término procesal concreto y fatal que no está previsto en la ley, e intercalarlo por fíat judicial en. el procedimiento de certiorari. Cf. 40 A.L.R. 2d 1381-1389..
Aclaremos, antes de proseguir, que la orden o sentencia de sobreseimiento que se impugna en este recurso no es revisable mediante apelación. En efecto, los sobreseimientos decretados al amparo de los incisos 1 y 2 del art. 448 del Código de Enjuiciamiento Criminal no están comprendidos en ninguno 'de los seis casos taxativamente enumerados en el art. 348 de ese mismo Código. (34 L.P.R.A. see. 1074.) Ni que decirse tiene, como no existe autorización específica en el citado art. 348, no procede apelación alguna por parte del Estado. Cf. Pueblo v. Nieves, 63 D.P.R. 532 (1944) y Pueblo v. Tribunal de Distrito y Colón, 74 D.P.R. 838 (1953). Es cierto que el citado art. 348 dice en su inciso 4 que el ministerio público puede establecer apelación “de una providencia declarando el sobreseimiento provisional”. Pero el texto inglés disipa toda posible confusión. Dice como sigue: “An appeal may be taken by the People: ... 4. From an order arresting judgment.” (Bastardillas nuestras.) En consecuencia, es de una providencia declarando el “arrest of judgment” bajo los arts. 305 a 308 del Código de Enjuiciamiento Criminal que el ministerio público puede establecer una apelación de acuerdo con dicho inciso 4. Véase Pueblo v. Rivera, 46 D.P.R. 113 (1934).
Resulta, pues, que no cabe invocar aquí la regla general que sentamos en Pueblo v. Corte, 60 D.P.R. 222 (1942), refiriéndonos a una resolución o sentencia apelable por el
Sentado esto, nos toca resolver ahora si el peticionario está impedido aquí de obtener el remedio que solicita debido a su propia incuria, o sea, si procede anular el auto librado a base de la doctrina de laches cuyo contenido jurí-
La sentencia de sobreseimiento dictada el 15 de mayo de 1959 en el presente caso no constituyó un incidente aislado e inconexo en la administración de la justicia criminal en Puerto Rico. Con anterioridad a esa fecha, durante un período de casi ocho meses consecutivos, la sala de instancia venía decretando el sobreseimiento de un gran número de procesos a base de su interpretación peculiar de la frase “detenido para responder por la comisión de un delito” que aparece en el art. 448 del Código de Enjuicia-miento Criminal. Es bien sabido que la primera de esa larga serie de resoluciones sobreseyendo y archivando causas criminales se dictó el 25 de septiembre de 1958 en el caso por infracción a la Ley de Bebidas contra María Figueroa. A fines de determinar la corrección de dicha resolución, el 31 de octubre de 1958 libramos un auto de certiorari en el caso de Figueroa. No obstante, el tribunal a quo continuó aplicando sin remisión su teoría del “held to answer” a todas las causas criminales en su calendario. Mientras tanto el recurso de certiorari en el caso de Figueroa seguía su trá-mite ante este Tribunal Supremo. El 11 de mayo de 1959, radicados los alegatos y celebrada la vista oral, quedó final-mente sometido a nuestra consideración. Aun así, en la Sala
Adviértase que hasta ese momento habían transcurrido nueve meses y trece días desde el primer sobreseimiento decretado por la Sala de instancia. Durante ese período, como era de esperar, en multitud de casos por infracción a la Ley de Bolita (33 L.P.R.A. see. 1241 y sigtes.) y a la Ley de Bebidas (13 L.P.R.A. see. 1741 y sigtes.) los acu-sados obtuvieron órdenes de sobreseimiento. En la prác-tica, la teoría de que una persona está “held to answer” desde el momento en que un agente de orden público la ve cometer el acto delictivo por el cual se le acusa, resultó apli-cable con mayor frecuencia a estas dos categorías de delitos que, según demuestran las estadísticas, constituyen el grueso de la litigación criminal en las salas del Tribunal Superior de Puerto Rico. Basta señalar, para comprobarlo, que en el año judicial 1958-1959 se radicaron en el Tribunal Superior 1652 casos por delitos contra la Ley de Bolita y 1655 casos por infracciones a la Ley de Bebidas. Esto repre-senta un total de 3,307 causas que componen el 37 por ciento de todos los casos criminales radicados en el Tribunal Superior durante ese año judicial. Véase el Séptimo In-forme Anual del Director de los Tribunales, 1958-1959, Tabla Núm. 3. No es de extrañar, por tanto, que en la Sala de Bayamón del Tribunal Superior fueran sobreseídos
¿Qué hizo el ministerio público frente a ese alud de sobre-seimientos? Nuestros propios archivos revelan que llegó a radicar 62 solicitudes de certiorari hasta julio 10 de 1959. Claro está, una vez librado el auto de certiorari en el caso de María Figueroa, las distintas peticiones pudieron redac-tarse en términos más o menos estereotipados. Pero nuestro Reglamento exige siempre que la petición venga “... acom-pañada de una copia literal de la decisión y de la opinión en que se funda, de existir alguna, y de todas las alegaciones de ambas partes que tuvo ante sí la corte recurrida para llegar a tal decisión”. (4 L.P.R.A., Ap. I, R. 15 c.) A más de esto, todas las solicitudes “. . . deberán venir acompa-ñadas de tantas copias carbón como partes demandadas haya en la petición, y una copia carbón legible para cada miembro de este Tribunal.” (Ibid., R. 15 d.) La preparación de cientos de esos documentos y su certificación por el Secreta-rio del Tribunal Superior, sin lugar a dudas, tenía que difi-cultar la radicación de las peticiones de certiorari a medida que la Sala de instancia procedía a decretar más y más sobre-seimientos y archivos. Tanto es así, que al recaer nuestra decisión anulando el sobreseimiento en el caso de María Figueroa — el 8 de julio de 1959 — quedaban por lo menos 175 casos sobreseídos en que aún no se había logrado presentar la correspondiente petición de certiorari ante este Tribunal Supremo.
Sobre este fondo, importa ahora destacar lo que acaeció en el caso específico de Manuel Sifredo González. Fue en mayo 15 de 1959, repetimos, que se ordenó el sobreseimiento y archivo. Todo indica que el ministerio fiscal prontamente empezó a hacer las diligencias necesarias para incoar un certiorari. Hizo transcribir la acusación, la moción de
Ya dijimos más arriba que el 11 de agosto de 1959 la Sala de instancia accedió a la reinstalación solicitada por el ministerio público. Pero, al citársele de nuevo para juicio el 25 de agosto, González pidió que se dejara sin efecto la orden mandando a continuar las causas. Se procedió enton-ces a informar oralmente sobre las cuestiones suscitadas. Luego la defensa y el fiscal sometieron sus alegatos. Final-mente, el 28 de septiembre de 1959, el Tribunal Superior denegó la reinstalación y mantuvo “en toda su eficacia los archivos originalmente decretados . . .” Esta última re-
Vistos así tocios los hechos, nos parece innegable que hubo dos causas o motivos principales para el lapso de tiempo que tardó el Estado en radicar la solicitud de cer-tiorari en este caso: (1) la extraordinaria aglomeración de casos que resultaron sobreseídos y archivados por una sola sala del Tribunal Superior en un breve período de tiempo; y (2) la decisión que tomó el ministerio fiscal, al recaer nuestro fallo en el caso de Figueroa, de solicitar la reinsta-lación de los 175 casos sobreseídos en vez de acudir inme-diatamente ante nos por certiorari. De la primera causa de tardanza claramente no podemos hacer responsable al Estado. Este hizo, a nuestro juicio, todo cuanto estaba a su alcance para actuar con prontitud en esas circunstancias inusitadas. En cuanto al otro motivo de dilación, tampoco podríamos imputar responsabilidad al Estado si se determina que en el caso de autos el Tribunal Superior tenía facultad para reconsiderar el sobreseimiento y reinstalar las causas, pero que erróneamente se negó a reabrirlas.
Al llegar a este punto, tenemos que referirnos a la reso-lución que dictó el tribunal de instancia el 28 de septiembre de 1959. Se recordará que allí, en definitiva, se denegó la reconsideración y reinstalación de los casos contra González.
“Esta decisión nuestra (refiriéndose al sobreseimiento decre-tado en mayo 15 de 1958) no fue revisada ni intentada su revi-sión en forma alguna, ya bajo el clásico remedio de apelación o ya invocándose el recurso de certiorari. Es decir, nuestro pronunciamiento ganó condición de firme, pues tanto los cinco como los quince días para apelar de resoluciones y sentencias en materia penal expiraron (34 L.P.R..A. 1076). No obstante, él día 6 de agosto de 1959 — 83 días desde que emitimos nuestra resolución de archivo y 75 días desde que la misma adquirió firmeza — se solicitó la reinstalación de las causas, aduciéndose para ello que el Hon. Tribunal Supremo de Puerto Rico había revocado una resolución nuestra de naturaleza similar en el caso de Pueblo v. Tribunal Superior, núm. 2457.
“Accedimos al pedimento fiscal y la reinstalación fue orde-nada en 11 de agosto de 1959. Hoy, no obstante, y luego de atender los reparos del acusado, nos vemos obligados a denegar la reinstalación solicitada. ¿Motivos? Que ciertamente no creemos tener facultad para reinstalar casos archivados por resoluciones ya firmes. Es al Ministerio Público a quien corresponde volver a acusar, si es que — al momento de inten-tar hacerlo — tiene ese poder en ley.”
A nuestro juicio esa resolución fue a todas luces erró-nea. En primer lugar, se funda en una premisa que carece de toda validez, a saber: que la resolución o sentencia ordenando el sobreseimiento era apelable por el fiscal. Ya señalamos que el art. 348 de nuestro Código de Enjuicia-miento Criminal no autoriza ni admite semejante apelación. En segundo lugar, está firmemente resuelto en nuestra juris-prudencia que los tribunales de instancia tienen facultad para reconsiderar y corregir cualquier sentencia pronun-ciada en una causa criminal, mientras el acusado no haya empezado en alguna forma a cumplir con la misma. Las normas dentro de las cuales puede y debe ejercitarse dicha facultad fueron expuestas con diáfana claridad en Santiago v. Jones, 74 D.P.R. 617 (1953). Allí declaramos que: “La
Pero hay más. En Pueblo v. Ruiz, 61 D.P.R. 444 (1943) se decidió una cuestión casi idéntica a la que ahora consi-deramos. Según la formuláramos allí, era la siguiente: “¿Está facultada una corte municipal para dejar sin efecto una orden de archivo de una denuncia ante ella pendiente y ordenar que la denuncia sea reinstalada y el caso llevado a juicio?” (Pág. 445.) Fallamos que sí. Un análisis hondo y minucioso del punto planteado nos llevó a concluir que, si bien el sobreseimiento de una denuncia o acusación tiene en
Claro está, en el caso de Ruiz se anuló la orden de archivo por motivo de un fraude. Pero obviamente el prin-cipio jurídico envuelto no quedó restringido a ese supuesto de hechos. Al contrario, por vía de dictum, reconocimos que el tribunal sentenciador puede y debe anular un sobresei-miento decretado por motivo de un error de hecho. Y ulte-riormente se amplió todavía más esa doctrina al señalar explícitamente el “error en la aplicación de la ley” como uno de los motivos que justifican la reconsideración de una sen-tencia dictada en un proceso criminal. Véase Santiago v. Jones, supra, 520. Cf. Ex parte Zacarías y El Pueblo, 41 D.P.R. 730, 733-734 (1931).
Huelga decir que, como en los casos de Manuel Sifredo González se trata de una sentencia de sobreseimiento bajo el art. 448 del Código de Enjuiciamiento Criminal, no podía existir inhibición constitucional alguna que impidiera la reconsideración por razón de double jeopardy. Así, la Sala de instancia tenía control absoluto sobre dicha sentencia de archivo y sobreseimiento con facultad clara e indiscutible para reconsiderarla y mandar a reinstalar los casos. No puede sostenerse, como arguye el interventor, que “la senten-cia ordenando el archivo de las causas fue una de ejecución inmediata, o sea, que cuando se solicitó la reconsideración de las mismas, ya habían sido ejecutadas”. En realidad no
De todo lo expuesto podemos ver con irrecusable claridad que no se cometió ningún error al solicitar la reinstalación de los casos contra González en vez de acudir ante nos por certiorari. El ministerio fiscal pudo haber hecho esto último, pero la otra vía también estaba abierta en buena teoría jurí-dica. Y además ofrecía dos ventajas prácticas: (1) era la más rápida y eficaz para conseguir un pronto señalamiento del juicio; y (2) hubiese evitado una congestión en el calen-dario de este Tribunal Supremo. Resulta, pues, que el Estado no es responsable de la demora que infortunadamente provocó el trámite de reconsideración. Lejos de ello, esa dilación se debió a los planteamientos que hizo el propio inter-ventor en el tribunal de instancia y que, al prosperar, moti-varon la errada resolución de septiembre 28 denegando la reinstalación de los casos y manteniendo “en toda su eficacia los archivos originalmente decretados.”
No obstante, el interventor aduce que permitir la revi-sión mediante certiorari en tales circunstancias menoscaba-ría o destruiría derechos sustanciales que a él le pertenecen como procesado. Cf. Pueblo v. Tribl. de Distrito y Colón, 74 D.P.R. 838, 847-848 (1953). Y señala además que en Pueblo v. Gaetán, 46 D.P.R. 632 (1934) aplicamos la doc-trina de laches para anular el auto de certiorari librado por-que “cuando se radicó la solicitud de certiorari habían trans-currido más de ciento veinte días sin celebrarse juicio [y] no se nos ha dado explicación alguna por la demora.”
Esto no significa que se puedan o se deban pasar por alto aquí los criterios de política pública que inspiran la garantía constitucional y estatutaria de un juicio rápido. Al aplicar la doctrina de laches para determinar cuándo una petición de certiorari es tardía, es preciso tener presente que toda dilación en promover el recurso perjudica el interés social e individual que se protege mediante el llamado “derecho a juicio rápido”. Como indicáramos hace poco, ese interés social e individual es triple: “evitar que se encarcele a una persona por largo tiempo mientras el juicio está pendiente; eliminar rápidamente la ansiedad, la sospecha pública y los daños económicos y morales que. produce una acusación criminal que no se dilucida a tiempo; y pro-veer un juicio mientras la prueba está disponible, en otras palabras, evitar que por motivo del tiempo transcurrido los testigos se dispersen o sus recuerdos del suceso se tornen inciertos.” Pueblo v. Tribunal Superior, 81 D.P.R. 455, 470 (1959). Pero, como ocurre siempre en la organización entera del proceso criminal, hay otros intereses sociales que demandan protección jurídica: el orden y la seguridad general exigen que se cumplan las leyes penales y que existan medios eficaces para enjuiciar a los que, en menosprecio de sus prescripciones, han atentado contra la paz pública. ¿Cómo podemos aquí armonizar, satisfacer y proteger eficazmente esos intereses en pugna? Con sentido justo y humano, tenemos que exigir exactitud y puntualidad al ministerio
Como ya dijimos más arriba, en el caso de autos no puede imputarse responsabilidad al Estado por las causas o moti-vos de la tardanza sobrevenida. Esta se debió primero, a la inusitada aglomeración de casos sobreseídos por una sola sala del Tribunal Superior en un breve período de tiempo; y segundo, al trámite de reinstalación de las causas, que debió prosperar pero fue erróneamente resuelto en contra del Estado. A todo ello contribuyó eficazmente el propio inculpado mediante sus planteamientos en el tribunal de ins-tancia. Dicho en otras palabras: el ministerio público aquí explicó cumplidamente la demora. Esto es, precisamente, lo que separa y distingue el presente caso del que considera-mos en Pueblo v. Gaetán, 46 D.P.R. 632 (1934).
En verdad no vemos cómo puede sostenerse que, si nos negáramos a anular el auto librado en este caso, que-
Se anularán las sentencias recurridas y se devolverán los casos para ulteriores procedimientos compatibles con esta opinión.
En el mismo sentido, véanse, Toledo Alamo, El Certiorari Clásico en Puerto Rico, 16 Rev. Jurídica de la U.P.R. 315, 383-86; 2 Pomeroy, Equity Jurisprudence (5ª ed.) 169-181; Chafee, Simpson y Maloney, Cases on Equity (3ª ed.) 1106-1114; McClintock, Handbook of the Principles of Equity (2ª ed.) 71-73; Hanbury, Modern Equity (6ª ed.) 57-61; Ferris, The Law of Extraordinary Legal Remedies (1926) 201—203; 14 C.J.S., Certiorari, secs. 63 y 66; y 10 Calif. Jur. (2d), Certiorari, secs. 34, 35 y 56.
Por ejemplo, al dictar nuestro fallo en Rodríguez v. Tribl. Mpal. y Ramos, 74 D.P.R. 656 (1953), no obstante haber transcurrido el tér-mino de apelación, declaramos (a) que allí concurrían circunstancias extraordinarias o especiales, y (b) que éstas justificaban la expedición del certiorari para lograr los fines básicos de la justicia. Cf. también Vergne v. Tribunal Superior, 77 D.P.R. 22 (1954); Vázquez v. Corte, 52 D.P.R. 257 (1937); Toledo Alamo, op. cit., 335-338, 348-351, 359 y los casos allí citados.
Lo mismo ocurre, sin duda, cuando el Estado solicita mediante certiorari la revisión de una resolución del Tribunal Superior declarando con lugar (a) una excepción perentoria interpuesta por el acusado contra la acusación (Cf. Pueblo v. Tribunal Superior, 79 D.P.R. 766), o (6) una moción para suprimir y eliminar evidencia obtenida por medio de un allanamiento cuya legalidad se impugna (Cf. Pueblo v. Tribunal Superior, 79 D.P.R. 617), o (o) una moción para que se entregue al acusado copia de las declaraciones juradas prestadas en el curso de la investigación fiscal (Cf. Pueblo v. Tribunal Superior, 80 D.P.R. 702).
Para comprobarlo, basta señalar los hechos de Gaetán y releer lo que entonces declaramos frente a los mismos. En Gaetán la anterior corte municipal sostuvo la excepción perentoria que opuso el acusado contra la denuncia radicada. El Pueblo instó una apelación pero ésta fue archi-vada por falta de jurisdicción, ya que la orden no era apelable. Como consecuencia, cuatro meses y cinco días más tarde, El Pueblo solicitó y obtuvo un auto de certiorari que expidió la antigua Corte de Distrito. Al revocar la sentencia de la Corte de Distrito, que había anulado la orden de la Corte Municipal, dijimos entre otras cosas: “Lo que prin-cipalmente nos impresiona es la demora en solicitar un auto de certiorari, en el supuesto de que procediera. El Gobierno apeló sobre una teoría