113 P.R. Dec. 684 | Supreme Court of Puerto Rico | 1982
emitió la opinión del Tribunal.
En horas de la tarde del día 20 de diciembre de 1979 y con motivo de una llamada telefónica anónima relacionada con la posible captura de uno de los diez prófugos más bus-cados en Puerto Rico, el teniente Juan Rivera Cancel, Director de la Sección de Arrestos Especiales de la Policía de Puerto Rico, estableció, en compañía del agente Rubén Soto, una vigilancia desde un auto oficial no rotulado frente al edificio conocido como “Punta Las Marías Guest House” sito en la Calle Emajagua de Santurce, Puerto Rico.
No había transcurrido una hora, cuando ambos agentes pudieron observar que dos personas —una de ellas el ape-
El agente Soto se acercó al vehículo del apelante y le preguntó a éste si tenía licencia para portar armas, a lo cual éste contestó que no. Soto entonces le informó al apelante que estaba arrestado y le ordenó que se desmontara del ve-hículo. Al éste así hacerlo, el agente Soto procedió a regis-trarlo, ocupándole en un bolsillo de su pantalón un ciga-rrillo de marihuana y la suma de $135 en efectivo, pero no encontró en ese momento el revólver con cachas de nácar que le había observado en el bolsillo derecho del pantalón al apelante. Éste fue esposado por el agente del orden público, quien pudo notar que el apelante miraba hacia un maletín con el cierre de cremallera de arriba abierto, que se encon-traba en el medio de los dos asientos delanteros del vehículo. El agente Soto procedió a incautarse, a través de la venta-nilla abierta del auto, del referido maletín y dentro del mismo ocupó un revólver niquelado con cachas de nácar y el número de serie mutilado, una envoltura de papel con picadura de marihuana, una balanza pequeña, bandas de envolver dinero y la suma de dinero en efectivo de ocho mil cuatrocientos cuarenta dólares ($8,440).
El apelante —un veterano pensionado— fue acusado de
Declarada sin lugar una moción de supresión de eviden-cia por el Juez Superior —Hon. Elpidio Batista— que pre-sidió el proceso y convicto que fuera el apelante por el Jurado que intervino en el mismo en cuanto a los delitos graves por los cuales fuera procesado —habiendo sido igualmente convicto por el delito menos grave por tribunal de derecho— el apelante nos hace tres señalamientos por los cuales entiende que las referidas condenas deben ser revo-cadas, a saber:
I.Erró el Tribunal de Instancia al declarar Sin Lugar una Moción de Supresión de Evidencia la cual se ventiló por acuerdo de las partes dentro del Juicio.
II.El Fiscal a cargo de sostener la acusación al estar esbo-zando su informe final al jurado comentó el que la defensa no utilizara el testimonio de un testigo anunciado y renunciado por ésta. Este comentario, por su propia naturaleza, lesionó los derechos del acusado de perma-necer en silencio y de que no tiene obligación de pre-sentar testimonio de defensa alguno. [(2) ]
III.El veredicto de culpabilidad emitido por el jurado es contrario a la prueba y a derecho.
En relación con el primer señalamiento, el apelante en su alegato sostiene, entre otras cosas: (A) que el mero hecho de haber observado que el apelante y su acompañante por-taban sobre su persona, a plena vista, armas de fuego no le daba motivos fundados a los agentes para creer que dichas personas estaban cometiendo un delito en su presencia —portar un arma sin la debida licencia— y por lo tanto no
—A—
El planteamiento del apelante se puede resumir de la siguiente forma: los agentes del orden público no tenían motivos para arrestarlo, ya que —aparte de que él portaba sobre su persona, a plena vista, un arma de fuego, hecho que, según el apelante, no le da el derecho en Puerto Rico a un policía de intervenir con una persona que así actúa— ni él ni su acompañante incurrieron en conducta delictiva alguna en presencia de dichos agentes.
Se hace innecesario el que resolvamos el referido planteamiento a base de la jurisprudencia de este Tribunal a los efectos de que, ya en la etapa del juicio, “[e]n casos de portación o posesión ilegal de armas de fuego el fiscal no viene obligado a probar que el acusado no tenía licencia con tal fin, cuando se ha alegado tal hecho en la acusación y se ha probado la portación o posesión del arma, ya que en ellos
Es sumamente importante que mantengamos presente el hecho de que en nuestra jurisdicción la posesión y/o portación de un arma de fuego no es un derecho y sí un privilegio; en otras palabras, es una “actividad” controlada o restringida por el Estado. Sobre este punto no hay que abundar mucho; ello surge con meridiana claridad de una simple lectura de las disposiciones de la Ley de Armas de Puerto Rico, Ley Núm. 17 de 19 de enero de 1951, según enmendada. 25 L.P.R.A. sees. 411-454.
Específicamente en relación con la portación de un arma de fuego tenemos que en Puerto Rico, únicamente están autorizadas a portar armas de fuego aquellas personas enumeradas en el Art. 20 de la referida Ley de Armas, 25 L.P.R.A. see. 430, y aquellas a las cuales le sea concedida una licencia para así hacerlo por la Sala del Tribunal Superior de Puerto Rico correspondiente al domicilio del solicitante, según lo dispone y regula el Art. 21 de la Ley. 25 L.P.R.A. see. 431.
Siendo ello así, ante una situación de hechos como la del presente caso, en que un agente del orden público observa a un ciudadano portar sobre su persona en la vía pública lo que es, o aparenta ser a simple vista, un arma de fuego, entran en juego las disposiciones de la Regla 11 de las de Procedimiento Criminal, por cuanto el agente tiene “motivos fundados” para creer que la persona que porta el arma de fuego ha cometido o está cometiendo un delito grave, independientemente de que así sea o no. En consecuencia, el agente del orden público tiene el derecho —y hasta el deber— de intervenir, arrestar al ciudadano que así actúa y ocupar el arma de fuego en cuestión hasta que le sea demostrado en forma satisfactoria que el ciudadano estaba autorizado para portarla.
Resolver lo contrario, a nuestro juicio, sería funesto para Puerto Rico; aparte de que la actuación de los agentes del orden público a esos efectos ni molestará, ni incomodará, ni le causará problemas al ciudadano decente y obediente de la ley, sólo al delincuente.
—B—
El caso de Delaware, supra, pág. 648, citado por el ape-lante con el propósito de demostrar que la detención del vehículo en el presente caso constituyó una incautación tanto bajo la Cuarta como bajo la Undécima Enmiendas de
En el citado caso de Delaware, se efectuó, por parte de agentes del orden público, la detención de un automóvil sin motivo o sospecha alguna de que su conductor estuviera involucrado en la comisión de delito público alguno, ya que la detención se efectuó, según el agente, con el propósito de llevar a cabo un examen rutinario de la licencia del conductor y la del carro. El honorable Tribunal Supremo de los Estados Unidos, como sabemos, resolvió que ello constituía una actuación irrazonable bajo la Cuarta Enmienda de la Constitución federal.
En el presente caso la detención del automóvil por parte de los agentes del orden público se debió precisamente a lo ya relatado: habían observado que sus ocupantes portaban armas de fuego. Esto causa que los agentes intervengan y arresten al apelante, actuación que tenían derecho a rea-lizar dichos agentes, según hemos resuelto previamente.
—C y D—
Argumenta el apelante que, independientemente de la legalidad de la actuación de los agentes del orden público al intervenir con él y arrestarlo —legalidad que presume a los fines de la argumentación— el registro de su persona y el del automóvil, específicamente el del maletín, fue irrazona-ble y que era deber de los agentes, en relación con el regis-tro del automóvil, el obtener una orden de allanamiento previa.
El registro de la persona del apelante fue incidental y contemporáneo al arresto realizado, el cual estuvo plena-mente justificado. Obsérvese que el agente del orden público, una vez arresta al apelante, se percata de que éste ya no tiene en su bolsillo el arma de fuego que el agente había observado. Obviamente estaba indicado el registro de la persona del apelante en busca de la misma. Pueblo v. Soto, 77 D.P.R. 206 (1954).
Es cierto que se podría argumentar que la posibilidad de que el apelante pudiera utilizar el arma de fuego, que se encontraba en el maletín, en contra de los agentes o con el propósito de escapar era mínima en vista de que él fue espo-sado. Ese hecho por sí solo, sin embargo, no elimina la posi-bilidad de que aun esposado pudiera así hacerlo. Como dijé-ramos en Pueblo v. De Jesús Cordero, 101 D.P.R. 492, 499-500 (1973):
Una noción básica de prudencia y cautela justifica plena-mente la acción realizada sin solución de continuidad, de una vez registrados los acusados y puestos bajo vigilancia de un policía en el coche celular, proceder al registro del automóvil como incidente coetáneo al arresto. Viciado de bizantinismo está el argumento de que luego de arrestados los apelantes debió la policía iniciar el trámite de obtención de un manda-miento judicial antes de registrar el automóvil; conduce a la pretensión absurda de que el registro debió llevarse a cabo en la inmediata presencia y bajo supervisión de los detenidos y éstos en plena libertad de movimiento para hacer armas contra los agentes del orden público o escapar. La acción rápida,*693 el registro en el sitio del incidente por los agentes, era eviden-temente necesaria ante la posibilidad de que los acusados intentaran el uso de fuerza contra la policía bien para librarse del arresto o desaparecer las armas que habían escondido en el vehículo y en evitación además de que terce-ras personas lograran acceso a la evidencia criminosa y la ocultaran. (Énfasis suplido.)
Por último, debemos recordar lo expresado en Pueblo v. Vargas Delgado, 105 D.P.R. 335, 338 (1976), a los efectos de que “El registro de un automóvil es una intrusión mucho menor en los derechos protegidos por la Cuarta Enmienda, que el registro de la persona o de un edificio”. Que esta es la tendencia moderna, queda demostrado por dos recientes decisiones del honorable Tribunal Supremo de los Estados Unidos de América: New York v. Belton, 453 U.S. 454 (1981), en donde el referido Tribunal determinó que era legal y razonable el registro de la guantera del automóvil, por ser un registro incidental y contemporáneo al arresto legal de uno de los ocupantes del automóvil; y el caso de United States v. Ross, 655 F.2d 1159 (1981), en donde se resolvió que el registro del baúl de un automóvil estaba justificado en vista de que la Policía, actuando a base de una información de un confidente confiable de que había un individuo vendiendo drogas que se encontraban en el referido baúl, al llegar al sitio y con posterioridad al arresto del individuo encontraron un arma de fuego al registrarlo.
II y III
Habiendo renunciado el apelante, en apelación, al segundo señalamiento de error, sólo nos quedaría discutir el tercero de ellos. No obstante, resulta ser innecesario por razón de que el mismo es obviamente inmeritorio, ya que la prueba desfilada justifica plenamente los veredictos de cul-pabilidad rendidos por el Jurado.
Puesto que no se han cometido los errores señalados, se emitirá Sentencia en que se confirmen las sentencias apela-das.
En cuanto al acompañante del apelante, éste no fue acusado por el magis-trado que intervino en el caso, por el fundamento, entre otros, de que tenía licencia para tener y poseer y para portar armas en relación con el revólver que portaba en la cintura.
El convicto, en apelación, renuncia a este segundo planteamiento.
Véanse, entre otros, Pueblo v. Cortés del Castillo, 86 D.P.R. 220, 235 (1962); Pueblo v. Pacheco, 78 D.P.R. 24, 30 (1955); y Pueblo v. Segarra, 77 D.P.R. 736, 737-738 (1954).
Prueba adicional de lo arriba expresado lo constituye la enmienda sufrida por la referida Ley Núm. 17 mediante la Ley Núm. 8 de 31 de marzo de 1980: se adiciona el Art. 21B a la Ley, el cual le impone el deber a todo tribunal que con-ceda o revoque una licencia para portar armas el enviar copia certificada de la resolución correspondiente al señor Superintendente de la Policía de Puerto Rico semanalmente.
Sobre qué constituye “motivos fundados”, véanse: Pueblo v. Cabrera Cepeda, 92 D.P.R. 70, 73 (1965); Pueblo v. Lafontaine Álvarez, 98 D.P.R. 75, 81 (1969); Pueblo v. Alcalá Fernández, 109 D.P.R. 326, 331 (1980); y C. W. Fricke y A. L. Alarcon, California Criminal Procedure, 7ma ed., California, Legal Books Corp., 1967, pág. 22.